Campanas de oro y túnicas purpúreas: Rafael Heliodoro Valle  

   

 

Comenzaba el júbilo callejero de la Semana Santa, en la maravillosa ciudad de Comayagüela, con la procesión del Domingo de Ramos. Iba Jesús montado sobre una borriquita seguido de los doce apóstoles, en el esplendor del mediodía del zafiro, al son de una música que a mi alma infantil parecía caer del cielo. Túnicas azules, túnicas moradas, unas purpúreas, otras de color de amaranto, las de los apóstoles se adueñaban de mis retinas cándidas, en un vaivén de alucinación.

De pronto, en la Calle Real, la calle donde yo jugué muchas veces al caer la noche con «el ángel de la bola de oro», el gentío paraba su tropel sólo para presenciar la llegada de quien iba en el nombre del Señor. Las palmas benditas y floridas, el aroma de la flor del coyol —divina flor de la Pascua—, el bullicio de las mujeres, el manso trotar de la borriquita, las túnicas de los apóstoles se confundían en la magia del espectáculo, así que Jesús tocaba a la puerta de Jesuralén. Entonces irrumpía el alborozo de los campanarios y la puerta se entorbana para dejarlos pasar.

Yo abría también mi corazón a la alegría magnífica de la Semana Mayor, y el aire aquel, el cielo aquel, me sumergían los sentidos en la cuaresma fraganciosa.

Después del Lunes Santo incoloro, llegaba el Martes de la Unción. Sacaban al Señor del Santo Sepulcro para lavarlos con aceites que, según oía decir, habían sido conservados en pomo de cristal de roca, tallados por artífices milenarios.Y luego las mujeres, vestidas de negro, se disputaban casi atropellándose, los copos del algodón con que el sacerdote limpiaba la escultura yacente.

Mi abuela me ponía a leer los pasajes más emocionantes de la Historia Sagrada del Padre Mozo; y yo, suspendiendo la lectura, me inquietaba al solo pensar en el pescado de agua dulce que a la hora del almuerzo servirían. La señora se hacía lenguas, paladeando con los labios de la imaginación el vino que se había escanciado en las célebres bodas donde fue convidado Jesús, y yo me confortaba haciendo mío de verdad uno de los cinco peces que repartieron en la llanura a la muchedumbre famélica.

El Jueves Santo, el lavatorio. Volvían a pasar, alucinándome, las túnicas moradas y purpúreas. En la nave del templo parroquial, a las cuatro de la tarde, los doce apóstoles se dejaban lavar los pies por el Maestro. Todos los pájaros enjaulados en la ciudad se daban cita en la nave para concurrir a la ceremonia lustral, y en medio de la algarabía de sus trinos, cuando San Pedro se rehusaba a recibir de Jesús el pediluvios, yo percibía mejor que en el bosque del himno del cenzontle polisonoro. Esa tarde, Jesús quedaba prisionero. La hora del patíbulo era inminente. Por la ciudad merodeaban ya los judíos queriendo jugar a los dados sobre la túnica del prócer.

Nada más solemne de melancolía que el Viernes. Hasta las campanas habían enmudecido. Los muchachos no podíamos ni reír ni silbar, Judas iba y venía, con su maldad y sus dineros. La Magdalena pasaba de pronto, irradiando dulzura en la mirada, sosteniendo la copa de alabastro con ungüento de nardo.

 
   

 

Al bajar el mediodía lo subían a la cruz. ¿En dónde estaban las túnicas moradas y purpúreas? El padre Maradiaga decía las Siete Palabras desde el púlpito. Y sobre Jerusalén caían sombras, como en la proximidad de un terremoto. La Verónica se escondía en un rincón, mostrando tímidamente el paño en que se había impreso la faz del Hombre que más dulcemente ha sonreído sobre la Tierra.

Cuando me acuerdo de los ojos del Nazareno, siento pavor. Los había visto abrirse en la penumbra de las iglesias abandonadas. Los vi más tarde clavados sobre mis remordimientos, un día en que entré al templo de Comayagua, en que Joaquín Soto los vio afiebrados de miedo. Y ahora los vuelvo a ver, vívidos de amor, frotando dulzuras como los nidos fosforescentes de las luciérnagas, desvayéndose en el azul de mi corazón en la sedante misericordia del cielo que se hiende

Daban las cinco de la tarde y ya los judíos, con el centurión a la vanguardia, se repartían la túnica morada, el vaso de cristal de roca y los trinos del cenzontle. Mi indignación era máxima por la villanía de Pilatos. En las cuatros esquinas de la Plaza Mayor, se habían apostado para guardar orden los soldados romanos. De pronto asomaba en el extremo de la calle el féretro de cristal, dejando ver el cuerpo amoratado que iba para el sepulcro. Detrás pasaban, llevados en andas: María Magdalena, con el vaso de alabrastro; San Juan, hermoso como un arcángel; la Virgen María, con su manto de luto. Y la música fúnebre estremecía el cielo de la ciudad mientras la muchedumbre avanzaba en silencio, apenas susurrando preces. Volvíamos al templo, a dejarlo en sombra de la noche dormida…

Y el día siguiente, el triunfo del sol y de las campanas: era el Sábado de Gloria, limpio como la patena, risueño como el vino que fluía en la palingenesia de la misa. El Sábado de Gloria, Jerusalén volvía a ver, entre el oro fino del aire, ondulando, las túnicas de los apóstoles, que eran el divino esplendor de la fiesta movible. Ahora me explico por qué los teólogos de Bizancio discutían, durante el sitio de la ciudad, sobre el color del manto de la Virgen María.

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Este relato lo puede encontrar en:

Tierras de pan llevar, Rafael Heliodoro Valle, Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, 2012